Discúlpanme si hago de abogado del diablo, pero es que muchas de las propuestas (impuesto de patrimonio, sucesiones, tipo máximo IRPF) que suenan en plaza Catalunya para un documento de mínimos, aunque loables, me suenan a mojadas cartas a los Reyes Magos. Nacionalizar los bancos conlleva hacerse cargo de su agujero y de sus tóxicos. Que devuelvan el dinero público implica su quiebra y corralito a la argentina. Dación en pago o poner las viviendas al mercado también implica quiebra de los bancos. Tasar las transacciones financieras o progresividad fiscal implica fuga de capitales. Reestructurar la deuda externa española –default- implica volver a la peseta y dejar la economía europea muy maltrecha como poco.
No es una cuestión de que falte el dinero para sanidad o educación. Es que no hay mecanismos efectivos para que los que sí lo tienen lo suelten. La socialdemocracia como modelo económico fue posible en unas circunstancias históricas muy específicas, eso es, sustentándose en un delicado equilibrio entre capital y trabajo a nivel nacional tal como se dio en los países occidentales al término de la Gran Guerra. Allí las presiones de los sindicatos tenían sentido y eran efectivas, porque había pocos trabajadores y la amenaza bolchevique era muy presente: para contrarrestar, los partidos burgueses tuvieron que ofrecer un gran poder político a partidos socialdemócratas y sindicatos – la consecuencia económica es la transición del liberalismo al keynesianismo, que con tal de evitar depresiones defiende la progresividad fiscal y la intervención estatal de la economía, es decir, el modelo socialdemócrata. Pero un Estado deficitario implica un Estado que ha contraído deuda -que está en deuda- con precisamente aquellos que tiene que fiscalizar. La otra opción es estabilidad presupuestaria: ¡recortes!
En función de la ideología, se dirá que fueron las conquistas de las luchas trabajadoras o el crecimiento del mercado lo que generó un espectacular aumento del bienestar general. Da igual; el hecho es que se terminó por generar una amplia clase media a partir de una sociedad muy polarizada en dos clases. En cierto modo, era el triunfo de la socialdemocracia: una sociedad con una clase media fuerte es lo más parecido a una sociedad de una sola clase (el comunismo) que podrá haber. Pero su misma victoria fue el inicio de su derrota – la caída del telón de acero lo jodió todo: ahora resulta que el capital es muy fluido y tremendamente difícil de fiscalizar -aumenta el tributo de las SICAV en País Vasco y se te van todas a Madrid-, al mismo tiempo que la demanda de trabajo se ha incrementado hasta el punto de que comprar derechos laborales le sale al empresario global a precio de saldo -un informático indio te hace lo mismo por una quinta parte de sueldo español-, la deslocalización como amenaza siempre a mano.
El equilibrio de fuerzas se ha decantado con ganas hacia el capital y así la socialdemocracia se cae inexorablemente a trozos, mientras los trabajadores son espectadores ingratos de cómo las conquistas de sus abuelos son liquidadas una a una «porque así lo manda el mercado» y los derechos fundamentales son puestos en duda por monos con bates de béisbol. La progresividad fiscal, antaño tan fácilmente realizable a nivel nacional, ahora sólo tiene sentido si es llevada a cabo a nivel internacional, como reconoce el cripto-keynesiano que tenemos de conseller de Economía, el señor Mas-Colell: hace falta un poder político global que haga frente a un poder económico global, como piden muchos. Internacionalización, exigen. Pero recordemos que el experimento de institución política supranacional más cercano que tenemos -la Unión Europea- es un ente opaco y poco democrático con el que nos han colado medidas como Bolonia o las directivas de la vergüenza y de las 65 horas. Los partidarios de la internacionalización del poder político como método democrático tendrían que tener en cuenta esta verdad de la buena: a medida que ascendemos niveles de decisión, los ciudadanos de a pie perdemos poder de influencia y lo ganan los lobbies.
En realidad, las peticiones de los internacionalistas irían en la tónica general: nos encontramos delante de una transición de un Estado de bienestar de capital nacional y público a uno de capital internacional y privado, con sus Zaras, H&Ms, Ryanairs, IKEAs, Endesas y etcétera, donde se funde lo público con lo privado y resulta que DSK, violador y director del FMI, es socialista, y los reguladores del mercado financiero (y tantos otros: energético, alimentario) son escogidos entre los mismos regulados, como nos recuerda Inside Job. La tendencia es hacia un empobrecimiento generalizado de la clase media -causa real de la indignación #15M– y la imposición de un neofeudalismo del turbocapital: élite político-económica versus una masa de trabajadores precarios con derechos low-cost. La dicotomía entre privado y público del siglo XX ha dado paso a la dicotomía entre global y local.
Es preciso, por lo tanto, insistir en la necesidad de localizar en detrimento de globalizar y llevar el debate en el terreno donde el ciudadano medio tiene poder efectivo de decisión. La sociedad es una correlación de fuerzas y tenemos que ser conscientes de dónde cae el alcance de la nuestra, cómo efectuamos pequeñas cesiones de poder en lo cotidiano: con una cuenta de crédito o una hipoteca en un macrobanco o comprando en un hipermercado o en una gran superficie nos colocamos en la base de la pirámide, sosteniéndola, en la punta de la cual están los peces gordos/mafiosos calabreses a los que ahora exigimos –mejor dicho, suplicamos– que paren sus recortes. Para poder negociar y exigir, hace falta una posición de fuerza, que no se consigue con manifestaciones o huelgas en tiempos de crisis, sino tomando conciencia de nuestras relaciones económicas diarias y cambiándolas: banca ética, cooperativas de consumo alimentario, cooperativas energéticas, modelos de cooperativas de uso para vivienda ética más colectivizar los servicios públicos, con tal de dejar de depender de las élites, y así pasar de suplicar a exigir.
En este nuevo contexto, asalariados, autónomos y pequeños y medianos empresarios estamos en el mismo barco: en el discurso de fondo hace falta transversalidad en lugar de un social-estatismo que lo único que hace al final es proteger a las oligarquías. Eso conlleva la superación a nivel moral de la figura laboral del asalariado (alguien que al fin y al cabo no concibe el producto de su trabajo como propio) y del empresario (que lo expropia), para apostar por un libremercado de cooperativas (también en servicios básicos), conjugando libertad económica con valores comunitarios –democracia económica-, y un modelo político de carácter asambleario-federal desde abajo hacia arriba, que bien puede fundamentarse en las actuales dinámicas del movimiento #15M, que ya se extiende a los barrios de cada ciudad. Este modelo, de carácter esencialmente libertario, es ciertamente difícil de llevar a cabo, pero ya es radicalmente distinto de las medidas socialdemócratas -que son directamente imposibles, porque no hay fuerza efectiva para llevarlas a cabo. También nos hubiéramos podido reunir en 1939 y exigir sentados que Hitler parara voluntariamente la guerra – ya me imagino el resultado. Sin ir más lejos, la reforma de la ley electoral no deja de ser totalmente circunstancial: en Catalunya tenemos seis partidos con la misma ley; lo sensible son las estructuras de los partidos; los problemas son realmente de fondo.
Nos empobrecen, nos quitan derechos y además dicen que es inevitable. Se trata de cambiar el imaginario, romper con la esclavitud mental de quién se cree a las élites – y eso pasa por renunciar a priorizar la seguridad de la vivienda comprada, tan importante en sociedades tradicionalmente pobres y conservadoras como la española – porque esencialmente es entrar en deuda con mafiosos calabreses que reconocen abiertamente que son avariciosos y van a por la rodilla. ¿Por qué pagar impuestos si van a la Iglesia Católica, a televisiones infumables, a concesionarias de autopistas que han calculado mal sus ingresos, a AVEs sin rentabilidad, ayudas a las eléctricas y un largo etcétera? Somos nosotros quiénes sostenemos esa gigantesca pirámide de estafa social – son las élites las que nos necesitan a nosotros, auténtica fuerza productiva, y no al revés, tal como dice su narrativa sistémica. Pero para emanciparse de estos esquemas mentales neofeudalistas, hace falta iniciativa, autogestión, auto-organización – espíritu libertario.